La luz de la mañana se filtraba por las cortinas, dibujando rayos difusos sobre la habitación. Todo parecía igual que la noche anterior, y al mismo tiempo, nada lo era. Tomás abrió los ojos despacio, sintiendo el calor de Leo a su lado, todavía dormido, su respiración ligera y regular. Por un momento, contempló esa calma con la sensación de que el mundo había cambiado sin que nadie lo advirtiera.
Leo se movió apenas, entreabriendo los ojos, y encontró la mirada de Tomás sobre él. Sonrió con esa mezcla de sorpresa y ternura que siempre lo desarmaba.
—Buenos días —murmuró, con la voz todavía arrastrando el sueño.
—Buenos… —respondió Tomás, su voz ronca y suave, como si cada palabra costara un poco salir. —Buenos días —repitió, esta vez con más firmeza, mientras sus dedos buscaban los de Leo entre las sábanas.
Se entrelazaron, como la noche anterior, pero ahora sin duda ni miedo. Solo la certeza de que estaban juntos, y que eso era suficiente por el momento. Se sonrieron, y la risa que salió fue suave, casi un susurro, pero cargada de alivio y alegría.
—¿Dormiste bien? —preguntó Leo, apoyando la cabeza en el brazo de Tomás.
—Sí —contestó él, tragando un nudo de emoción—. Más que nunca.
El silencio que siguió no fue incómodo. Era el tipo de silencio que hablaba, que decía más que cualquier palabra. Sentir la proximidad de alguien que conoces desde siempre, que ahora también se sentía distinto, era un lenguaje propio.
Tomás apoyó la frente contra la de Leo. Sus respiraciones se mezclaban. Cada exhalación parecía un puente entre lo que había sido y lo que empezaba a ser. Un calor profundo subía desde el pecho, no solo físico, sino también emocional. Todo su cuerpo le decía que quería quedarse allí, que ese instante podía durar siempre.
Leo sonrió de nuevo, cerrando los ojos un instante para disfrutar de la cercanía. Sus manos se movieron, acariciando suavemente la espalda de Tomás, como recordando cada línea de su cuerpo que ya conocía. No había prisa, no había expectativas, solo la experiencia de estar juntos.
—Anoche… —empezó Tomás, titubeando— no sé si… si fue un accidente o si…
—No fue un accidente —interrumpió Leo, sonriendo con la seguridad de quien por fin dice lo que siente—. Lo sentí igual que vos. Todo. Cada cosa que pasó, cada mirada, cada silencio.
Tomás dejó escapar un suspiro, uno de esos que cargan años de miedo y dudas. Era liberador saber que Leo sentía lo mismo. El corazón le latía rápido, no por ansiedad, sino por la alegría de compartir algo que había esperado tanto tiempo.
Se movieron un poco, acomodándose para mirarse mejor. Sus narices casi se tocaban, y el calor entre ellos se hacía tangible. No necesitaban más contacto físico para sentirlo; con cada respiración, con cada roce de hombro, con cada dedo que se entrelazaba, la tensión se hacía más intensa y, a la vez, más dulce.
—¿Y si todo cambia ahora? —preguntó Leo, con un hilo de voz. La pregunta no tenía miedo, solo curiosidad, la de quienes saben que algo nuevo comienza y no saben exactamente cómo será.
—Entonces cambiamos juntos —dijo Tomás, sin dudar. Su sonrisa era tímida, pero firme. —No quiero que esto sea solo una noche, Leo. Quiero que sea… nosotros.
Leo apoyó la frente contra la de él de nuevo, respirando hondo. —Yo también —susurró—. Quiero intentarlo, aunque no sepamos bien cómo.
Pasaron minutos que parecieron eternos. Se movían lentamente entrelazando manos, ajustándose sobre las sábanas, compartiendo sonrisas y pequeños gestos que parecían nada, pero lo eran todo. Cada roce era un recordatorio de que ahora existía un nuevo tipo de cercanía entre ellos, uno que no podía retroceder.
El teléfono sobre la mesita parpadeó con un mensaje, pero ninguno lo miró. El mundo afuera podía esperar. Allí, en la habitación iluminada suavemente por la mañana, solo existían ellos dos, y todo lo demás parecía irrelevante.
—Te prometo algo —dijo Tomás de repente—. No importa lo que pase con la facu, o con todo lo demás… yo voy a estar. Siempre.
Leo lo miró a los ojos, y en ellos encontró la certeza que su corazón ya intuía. —Yo también —respondió—. No sé qué vendrá, pero… quiero que sea con vos.
Se recostaron juntos, hombro con hombro, mano con mano, dejando que el silencio hablara. No necesitaban más. El calor, la cercanía, la seguridad de que estaban juntos, todo eso bastaba para que la incertidumbre del futuro pareciera menos aterradora.
Tomás apoyó la cabeza sobre el pecho de Leo, y éste rodeó su espalda con un brazo. Era un gesto simple, cotidiano, pero cargado de significado: un pacto silencioso, una promesa de compañía. Y aunque el mundo seguía afuera, ellos tenían su pequeño universo dentro de esas paredes, suspendido en un instante que podía durar eternamente.
—¿Sabés qué me gusta de vos? —preguntó Leo, con una sonrisa apenas perceptible.
—Decime —contestó Tomás, curioso.
—Que no necesito entender todo lo que siento para que valga la pena —dijo Leo, apretando un poco más la mano de Tomás. —Con vos, todo se siente bien, incluso lo que da miedo.
Tomás sonrió, dejándose llevar por la tranquilidad y la felicidad que lo envolvía. —Con vos también me pasa igual —murmuró.
Se quedaron así un rato más, escuchando las respiraciones, el roce de la ropa de cama, el sol que lentamente se filtraba en la habitación. Todo era silencioso, pero la intensidad de lo que compartían lo llenaba todo.
Y allí, en esa cama, con el mundo esperando afuera, Tomás y Leo comprendieron que lo que había empezado como un simple beso la noche anterior no era un final ni un principio aislado. Era algo continuo, una línea suave que los uniría, pase lo que pase. Y por primera vez, se sintieron preparados para dejar que el futuro los encuentre juntos, abrazando todo lo que venía con una mezcla de miedo, ternura y esperanza.
Porque, por fin, habían descubierto que el amor también podía ser tranquilo, cálido y seguro. Y que, a veces, la mayor aventura era simplemente quedarse allí, compartiendo el espacio, el calor y la certeza de estar exactamente donde debían estar.


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