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5.10.25
Relato. Un LaZO EtErNo
David y Jorge se conocieron cuando apenas gateaban por el césped del parque del vecindario, sus madres charlando bajo la sombra de un roble mientras ellos, con pañales y risas descontroladas, compartían juguetes y se ensuciaban las manos con tierra. Eran inseparables, dos almas que parecían destinadas a cruzarse en cada etapa de la vida. Sus familias vivían a pocas casas de distancia, y las tardes de juegos se convirtieron en mañanas de caminatas al colegio, tardes de tareas en la sala de estar y noches de pijamadas llenas de secretos susurrados bajo las sábanas.
A medida que crecían, su amistad se fortalecía. David, con su cabello castaño desordenado y ojos verdes que parecían esconder un universo de pensamientos, era el más reservado de los dos. Jorge, en cambio, era un torbellino: cabello negro azabache, piel morena y una sonrisa que iluminaba cualquier habitación. Siempre estaba bromeando, desafiando las reglas, arrastrando a David a aventuras que a veces terminaban en regaños de sus padres. Pero David nunca se resistía; había algo en la energía de Jorge que lo hacía sentir vivo.
Cuando llegaron a la adolescencia, todo cambió. Tenían quince años, y el mundo parecía más grande, más confuso. Las hormonas bullían, las conversaciones en el colegio giraban en torno a citas, besos y primeras veces, y ambos sentían una curiosidad que no podían explicar del todo.
Una noche, durante una de sus tantas pijamadas, algo sucedió. Estaban en la habitación de Jorge, viendo una película de acción en una laptop vieja, acostados en la misma cama, como siempre. El cuarto estaba oscuro, salvo por el resplandor de la pantalla. Jorge, con su típica impulsividad, decidió romper el silencio.
—¿Alguna vez has besado a alguien? —preguntó, girándose hacia David, su rostro apenas iluminado.
David sintió un calor subirle por el cuello. —No, ¿y tú?
—Nah, pero… no sé, debe ser raro, ¿no? —Jorge se acercó un poco más, su rodilla rozando la de David bajo las sábanas—. ¿Quieres probar?
David lo miró, sorprendido, pero no dijo que no. Había algo en los ojos de Jorge, un brillo juguetón pero también vulnerable, que lo hizo asentir. Sin decir más, Jorge se inclinó, y sus labios se encontraron en un beso torpe, cálido, lleno de nervios. Fue breve, apenas un roce, pero suficiente para que ambos sintieran un cosquilleo eléctrico recorrerles el cuerpo. Se separaron riendo, tratando de quitarle importancia, pero algo había cambiado. Esa noche, sin hablarlo, supieron que habían cruzado una línea.Los meses siguientes estuvieron llenos de experimentación. Al principio, todo era un juego: toques furtivos en la oscuridad, besos robados cuando nadie miraba, risas nerviosas que ocultaban el deseo creciente.
Una tarde, en el sótano de la casa de David, mientras sus padres estaban en el trabajo, las cosas escalaron. Estaban sentados en un viejo sofá, hablando de nada en particular, cuando Jorge, con esa audacia que lo caracterizaba, puso una mano en el muslo de David.
—¿Qué haces? —preguntó David, su voz temblando, aunque no apartó la mano.
—Nada… solo quiero saber cómo se siente —respondió Jorge, sus dedos subiendo lentamente, explorando con curiosidad.
David tragó saliva, su corazón latiendo con fuerza. No sabía cómo describir lo que sentía: miedo, emoción, deseo, todo mezclado. Pero no lo detuvo. Dejó que Jorge se acercara, que sus manos se aventuraran bajo su camiseta, que sus labios encontraran los suyos con más confianza que antes. Pronto, la ropa fue un estorbo. Las manos de Jorge recorrieron el pecho de David, deteniéndose en cada curva, cada músculo que empezaba a definirse en su cuerpo adolescente. David, tímidamente al principio, respondió con la misma intensidad, sus dedos temblando mientras desabrochaban el cinturón de Jorge.
El aire estaba cargado de tensión y calor. Jorge, más seguro, guió a David, susurrándole palabras que lo hacían sonrojar.
—Tranquilo, solo déjate llevar —dijo, su voz baja, casi un ronroneo.
Sus cuerpos se entrelazaron, piel contra piel, explorando cada rincón con una mezcla de torpeza y urgencia. Los gemidos llenaron el sótano, ahogados por el miedo a ser descubiertos, pero imparables. Fue rápido, desordenado, pero inolvidable. Cuando terminaron, se quedaron allí, jadeando, mirándose con una mezcla de asombro y complicidad.
—No le contemos a nadie, ¿sí? —dijo Jorge, aunque su sonrisa traicionaba la seriedad de sus palabras.
David asintió, incapaz de borrar la sensación de sus manos, su aliento, su calor. Sabían que lo que habían hecho no era solo un juego, pero ninguno estaba listo para ponerle un nombre.
Los años pasaron, y aunque seguían siendo los mejores amigos, la vida los llevó por caminos distintos. David se fue a estudiar arquitectura a otra ciudad, mientras Jorge se quedó en el pueblo, trabajando en el taller de su padre. Se escribían, se llamaban, pero la distancia y las responsabilidades los alejaban. Las memorias de sus encuentros adolescentes se convirtieron en recuerdos difusos, algo que ambos guardaban en secreto, como un tesoro que no sabían cómo desenterrar.
A los veintidós años, David regresó al pueblo para las fiestas de fin de año. Había cambiado: su cuerpo era más definido, su rostro más maduro, pero sus ojos seguían teniendo ese brillo introspectivo. Jorge, por su parte, seguía siendo un imán de energía, aunque ahora tenía un aire más serio, como si la vida adulta le hubiera robado un poco de su chispa. Se encontraron en el mismo parque donde jugaban de niños, y la chispa entre ellos se encendió de inmediato.
—Te ves… diferente —dijo Jorge, mirándolo de arriba abajo con una sonrisa traviesa.
—Tú también —respondió David, notando cómo los músculos de Jorge se marcaban bajo su camiseta ajustada.
Esa noche, terminaron en la casa de Jorge, solos. No hubo necesidad de palabras. Apenas cerraron la puerta, Jorge empujó a David contra la pared, sus labios chocando con una intensidad que no habían sentido en años. Esta vez, no había torpeza. Sus manos sabían exactamente dónde ir, sus cuerpos se movían con una sincronía que solo viene con la confianza. Jorge desabotonó la camisa de David, sus dedos recorriendo su pecho, deteniéndose en los pequeños detalles que había memorizado años atrás. David, más seguro ahora, respondió con la misma pasión, sus manos deslizándose bajo los jeans de Jorge, sintiendo la calidez de su piel.
Se movieron hacia la cama, la ropa cayendo al suelo en un sendero desordenado. Jorge se colocó sobre David, sus cuerpos presionados uno contra el otro, moviéndose al ritmo de sus respiraciones agitadas.
—Te extrañé —susurró Jorge, sus labios rozando el cuello de David, mientras sus manos exploraban más abajo, arrancándole gemidos que llenaban la habitación. David arqueó la espalda, sus uñas clavándose en la espalda de Jorge, cada toque enviando oleadas de placer que los consumían.
No era solo deseo; había algo más profundo, algo que ninguno podía ignorar.
Cuando terminaron, exhaustos y sudorosos, se quedaron abrazados, el silencio lleno de palabras no dichas. David fue el primero en hablar.
—¿Qué somos, Jorge? —preguntó, su voz apenas un susurro.
Jorge lo miró, sus ojos oscuros brillando con una vulnerabilidad que raramente mostraba.
—No lo sé… pero no quiero que esto termine.
Los días siguientes fueron un torbellino.
Pasaban cada momento juntos, redescubriéndose no solo como amantes, sino como algo más. Las noches eran una mezcla de pasión y ternura: besos lentos que se convertían en caricias urgentes, cuerpos entrelazados que buscaban saciar un hambre que iba más allá de lo físico. Jorge, siempre el más expresivo, le susurraba palabras de cariño entre gemidos, mientras David, más reservado, dejaba que sus manos y su cuerpo hablaran por él.
Una noche, mientras estaban acostados en la cama, David tomó la mano de Jorge.
—Creo que te amo —dijo, las palabras saliendo antes de que pudiera detenerlas.
Jorge se quedó en silencio, pero su sonrisa lo dijo todo. —Yo también, idiota —respondió, antes de besarlo con una dulzura que contrastaba con la intensidad de sus encuentros anteriores.
A partir de ese momento, su relación cambió. No era solo sexo, no era solo amistad. Era amor, crudo, real, complicado. Decidieron intentarlo, a pesar de la distancia, a pesar de las dudas. David regresó a la ciudad, pero esta vez con la promesa de volver cada fin de semana. Hablaban todos los días, planeaban un futuro juntos, soñaban con una casa, con viajes, con una vida que pudieran compartir
.No todo fue fácil. Las familias, los amigos, el mundo exterior no siempre entendieron. Pero David y Jorge habían aprendido algo en todos esos años: su lazo era más fuerte que cualquier obstáculo. Cada vez que se reunían, el mundo desaparecía. Sus cuerpos se buscaban con la misma urgencia que la primera vez, pero ahora había una certeza, una confianza que solo el amor puede construir. Cada caricia, cada beso, cada noche juntos era una reafirmación de lo que sentían.
Una noche, años después, mientras celebraban su tercer aniversario en un pequeño apartamento que habían alquilado juntos, Jorge tomó la mano de David.
—Nunca pensé que terminaríamos así —dijo, su voz llena de emoción—. Pero no cambiaría esto por nada.
David sonrió, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.
—Yo tampoco.
Y en ese momento, mientras el mundo seguía girando fuera de su pequeño refugio, supieron que, sin importar lo que viniera, siempre tendrían el uno al otro.
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