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13.9.25
ReLaTo. "Mareas Inesperadas" parte 5
La decisión de mudarse juntos no fue impulsiva, pero tampoco planificada al milímetro. Fue algo que creció con el tiempo, como las plantas que nacen en las grietas de las veredas: inesperado, pero inevitable.
Después del reencuentro en la playa, Julián y Leo no volvieron exactamente a ser los mismos. Eran más cautelosos, más conscientes del tiempo y del valor de estar presentes. Habían probado el vértigo de la distancia y sabían que el amor, aunque fuerte, necesitaba espacio, cuidado y raíces.
Leo volvió a la ciudad al año siguiente, decidido a continuar sus estudios de música a distancia. Julián ya cursaba segundo año en arquitectura, con horarios imposibles y entregas eternas.
Al principio vivían separados. Pero cuando Julián empezó a buscar un nuevo departamento para estar más cerca de la facultad, la idea flotó en el aire como una broma que no se terminaba de decir en serio.
—¿Y si nos vamos a vivir juntos? —preguntó Leo una noche, mientras comían empanadas sobre libros de apuntes—. No te digo casarnos, pero... compartir techo. Vos, yo y una cafetera que no funcione nunca.
Julián se quedó en silencio. Luego sonrió.
—Si la cafetera está rota, me parece el trato perfecto.
El departamento era un dos ambientes antiguo, con paredes finas, una cocina angosta y un balcón que daba a un edificio feo. Pero para ellos, era un universo nuevo.
Durante las primeras semanas, todo era emoción: armar muebles, discutir sobre dónde poner la planta, comprar vajilla de colores diferentes. Se reían cocinando, se abrazaban mientras lavaban los platos, se quedaban despiertos hablando hasta las tres de la mañana sobre cosas mínimas: el olor del detergente, una frase de una película, los futuros posibles.
Y, con el tiempo, el cuerpo empezó a hablar más fuerte.
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Dormían en la misma cama desde que se habían reconciliado, pero al principio solo dormían. Se abrazaban, se besaban, pero con una ternura casi infantil. Había deseo, sí, pero también una mezcla de miedo, respeto y nerviosismo que los hacía avanzar lento.
Una noche de invierno, después de ver una película tonta, Julián se giró en la cama y lo miró.
—¿Vos pensás en eso? —preguntó, casi susurrando.
—¿En qué?
—En... nosotros. En hacerlo.
Leo lo miró sin pestañear.
—Todo el tiempo —dijo, sin rodeos—. Pero no quiero apurarlo. Me importa más que lo hagamos cuando sea natural, no porque "toca".
Julián asintió, sintiendo alivio.
—Yo también lo deseo —dijo—. Pero tengo miedo de no saber. De hacer algo mal.
—No hay un "bien" o "mal", ¿sabés? —Leo se acercó—. Nadie viene con instrucciones. Es solo... aprendernos. Cuidarnos.
Julián le acarició la cara. Y esa noche, no pasó nada más. Pero se durmieron desnudos, abrazados, como una promesa silenciosa de que lo que venía, vendría cuando ambos estuvieran listos.
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El primer encuentro íntimo fue una madrugada de sábado. La lluvia golpeaba los vidrios y no había más luz que la de una lámpara cálida en la esquina del cuarto.
No hubo guión. Ni velocidad. Fue lento, lleno de pausas, de preguntas susurradas y respuestas con los ojos. Se exploraron con manos temblorosas, con risas nerviosas, con caricias que a veces eran torpes y otras perfectamente acertadas.
El sexo no fue perfecto.
Fue humano.
Hubo momentos en que tuvieron que parar, reírse, reajustarse. Hubo frases como "¿te gusta así?", "¿te duele?", "decime si querés parar". Pero también hubo un lenguaje nuevo, hecho de suspiros, de cuerpos que se reconocían de otra manera, y de una intimidad que no era solo física.
Al terminar, se quedaron abrazados, en silencio.
—¿Estás bien? —preguntó Leo, acariciándole el pecho.
—Estoy... pleno —dijo Julián—. No pensé que el sexo podía ser así. Tan... seguro. Tan tierno.
Leo lo besó en la frente.
—Yo tampoco lo había sentido nunca. Pero con vos... es distinto. No fue algo que "hicimos". Fue algo que creamos.
Y Julián, en ese momento, supo que todo había cambiado.
No solo por lo que habían compartido. Sino porque ahora, el amor ya no era solo una promesa. Era una realidad cotidiana, que incluía lo físico, lo emocional y lo que aún no sabían nombrar.
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La convivencia trajo otros desafíos, por supuesto.
Discusiones por la limpieza, horarios cruzados, diferencias sobre cómo colgar las toallas o cuándo abrir las ventanas. Pero también trajo risas espontáneas en la ducha, bailes improvisados en la cocina, mañanas de domingo en las que se quedaban desnudos entre las sábanas, sin hablar, solo sintiendo que estaban exactamente donde querían estar.
Leo componía canciones nuevas que Julián escuchaba mientras dibujaba planos. Julián hablaba en sueños y Leo lo grababa para reírse al día siguiente. Habían aprendido a entender los silencios del otro, los días de bajón, las miradas que pedían abrazo sin decirlo.
Y cada tanto, cuando el mundo los agobiaba, volvían a la playa.
Ya no eran los adolescentes asustados del primer beso, ni los chicos confundidos por la distancia. Ahora eran dos jóvenes que habían crecido, se habían elegido, y seguían eligiéndose cada día.
Frente al mar, a veces se tomaban de la mano y no decían nada.
Porque sabían que ya no hacía falta explicar nada.
Lo que eran, lo que compartían, lo que deseaban... estaba ahí. En el cuerpo, en el alma, y en cada gesto pequeño que tejía su vida compartida.
Y aunque la marea cambiara —como siempre cambia—, ellos sabían cómo volver a casa.
Porque el hogar no era el departamento.
Era el uno en el otro.
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