7.6.25

Relato. Un amor bajo el agua.






Era un verano abrasador en Málaga, donde el sol parecía decidido a derretir hasta la última sombra. Daniel, de 23 años, había regresado a su ciudad natal tras un año trabajando en Madrid. Su amigo Marcos lo había invitado a pasar una tarde en la piscina privada de su chalet, un lujo que pocos podían permitirse en aquella zona. La idea de un chapuzón en un lugar tranquilo, lejos de las playas abarrotadas, sonaba como un sueño. Lo que Daniel no sabía era que esa tarde cambiaría su vida.

En la piscina, bajo una pérgola cubierta de buganvillas, estaba Lucas, de 24 años, primo de Marcos. Lucas era un tipo de mirada intensa y sonrisa fácil, con el pelo castaño revuelto por la brisa y una piel bronceada que parecía haber absorbido todo el sol andaluz. Estaba sentado al borde de la piscina, con los pies sumergidos en el agua, moviéndolos perezosamente mientras charlaba con Marcos. Daniel llegó con una bolsa de playa, una camiseta vieja y unas chanclas desgastadas, sintiéndose un poco fuera de lugar en aquel entorno tan cuidado.

—¡Dani, por fin! —gritó Marcos desde el otro lado de la piscina—. Ven, te presento a mi primo Lucas.

Daniel se acercó, algo tímido, y saludó con un gesto de cabeza. Lucas levantó la vista, y sus ojos se encontraron por un instante. Fue uno de esos momentos en los que el tiempo parece detenerse, aunque ninguno de los dos lo admitiría después. Lucas sonrió y señaló el agua.

—¿Te animas? Está perfecta.

Daniel se quitó la camiseta y las chanclas, dejando sus cosas en una tumbona. Se sentó al borde de la piscina, a unos metros de Lucas, y metió los pies en el agua. La sensación fresca le arrancó un suspiro de alivio. Mientras Marcos parloteaba sobre una barbacoa que planeaba para el fin de semana, Daniel no pudo evitar fijarse en los pies de Lucas. Eran esbeltos, con los dedos alineados y las uñas perfectamente recortadas. El agua los hacía brillar bajo el sol, y cada movimiento suyo parecía casi hipnótico. Daniel apartó la mirada, avergonzado por su propia curiosidad.
Lucas, por su parte, también había notado algo. Mientras fingía escuchar a Marcos, sus ojos se deslizaron hacia los pies de Daniel. Eran fuertes, con un arco pronunciado y una piel ligeramente áspera, como si caminaran mucho descalzos. Había algo en ellos que le resultaba extrañamente atractivo, una mezcla de rudeza y vulnerabilidad. Sacudió la cabeza, intentando concentrarse en la conversación, pero su mente volvía una y otra vez a esos pies sumergidos a pocos metros de los suyos.

La tarde transcurrió entre risas, chapuzones y alguna que otra cerveza que Marcos sacó de una nevera portátil. Daniel y Lucas apenas cruzaron palabras directamente, pero sus miradas se encontraban con frecuencia, como si estuvieran midiendo el terreno. Cuando el sol comenzó a ponerse, Marcos anunció que iba a preparar algo de cena en la casa y los dejó solos.

El silencio se instaló entre ellos, roto solo por el suave chapoteo del agua. Daniel, nervioso, movió los pies bajo la superficie, y sin querer, rozó uno de los pies de Lucas. Fue un contacto breve, apenas un roce, pero ambos se quedaron paralizados. Daniel balbuceó una disculpa.

—Perdón, no fue a propósito.

Lucas sonrió, encogiéndose de hombros.

—Tranquilo, no pasa nada. —Hizo una pausa, mirándolo con un brillo travieso en los ojos—. Tienes unos pies interesantes, ¿sabes?

Daniel se sonrojó, sin saber cómo responder. ¿Interesantes? Nunca había pensado en sus pies como algo digno de mención. Pero la forma en que Lucas lo dijo, con un tono entre curioso y juguetón, le hizo sentir un cosquilleo extraño.

—¿Interesantes? —repitió, intentando sonar casual—. No sé, son solo pies.
Lucas rió suavemente y movió los suyos bajo el agua, acercándolos un poco más a los de Daniel.

—Los míos tampoco son gran cosa, pero… no sé, me fijo en esas cosas. —Bajó la voz, como si estuviera confesando un secreto—. Siempre me han gustado los pies bonitos.

Daniel tragó saliva, sintiendo que el aire se volvía más denso. No estaba seguro de si Lucas estaba bromeando o si había algo más en sus palabras. Pero antes de que pudiera responder, Lucas se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas, y lo miró directamente.

—¿Te parece raro? —preguntó, sin un ápice de vergüenza.

Daniel negó con la cabeza, aunque su corazón latía con fuerza.

—No, para nada. Solo… nunca lo había pensado así.

La conversación derivó hacia temas más seguros: música, películas, los planes de Lucas para el verano. Pero ambos sabían que algo había cambiado. Ese roce accidental en el agua había encendido una chispa, una curiosidad mutua que ninguno de los dos estaba listo para nombrar.



Los días siguientes

Durante las semanas siguientes, Daniel y Lucas encontraron excusas para verse. Marcos, ajeno a la tensión que crecía entre ellos, los invitaba a menudo a la piscina o a salir por Málaga. Cada encuentro era una danza de miradas y pequeños gestos. En la piscina, sus pies siempre parecían encontrar el camino hacia el otro, rozándose bajo el agua como si tuvieran vida propia. Era un juego tácito, una forma de explorarse sin palabras.

Una tarde, mientras estaban solos en la piscina, Lucas propuso un juego.

—¿Y si hacemos una carrera de pies? —dijo, con una sonrisa pícara.

—¿Una carrera de pies? —Daniel alzó una ceja, divertido—. ¿Eso cómo funciona?

—Fácil. Nos sentamos uno frente al otro, ponemos los pies juntos y vemos quién puede empujar al otro hacia atrás sin caerse. Es como una pulseada, pero con los pies.

Daniel rió, pero aceptó. Se sentaron en el borde de la piscina, con las piernas estiradas y las plantas de los pies tocándose. El contacto fue eléctrico. Los dedos de Lucas eran ágiles, presionando con suavidad pero con firmeza contra los de Daniel. Durante unos minutos, se empujaron mutuamente, riendo y fingiendo que era solo un juego. Pero había algo más en la forma en que sus pies se entrelazaban, en cómo se demoraban en cada roce.

—Vale, tú ganas —dijo Daniel, jadeando entre risas, cuando Lucas logró empujarlo hacia atrás.

Lucas se inclinó hacia él, con el agua goteando de su pelo.

—No estoy tan seguro. Creo que los dos ganamos.

Esa noche, cuando Marcos los llevó a un bar en el centro, Daniel y Lucas se sentaron más cerca de lo habitual. Bajo la mesa, sus pies se encontraron de nuevo, descalzos tras quitarse las chanclas. Fue un gesto pequeño, pero cargado de intención. Cada roce era una conversación silenciosa, una promesa de algo que aún no se atrevían a decir en voz alta.



La confesión. 

Un mes después, la tensión entre ellos era insoportable. Habían compartido tantas tardes en la piscina, tantas miradas y roces, que ambos sabían que tenían que hablar. Una noche, Marcos tuvo que cancelar una reunión en el último minuto, dejando a Daniel y Lucas solos en el chalet. La piscina estaba iluminada por luces suaves, y el aire olía a jazmín.

Se sentaron en el borde, como siempre, con los pies en el agua. Pero esta vez, no había juegos ni bromas. Lucas fue el primero en hablar.

—Dani, ¿te has dado cuenta de que… no sé, de que esto no es solo una tontería? —Su voz era baja, casi un susurro.

Daniel sintió que el corazón le iba a estallar. Asintió lentamente, sin apartar la mirada del agua.

—Sí. Me he dado cuenta.

Lucas extendió una mano y tocó la de Daniel, un gesto tímido pero decidido.

—Nunca he sentido algo así por nadie. Y mucho menos… por unos pies. —Rió, nervioso, pero sus ojos eran sinceros—. Pero es más que eso. Eres tú. Todo tú.

Daniel lo miró, sorprendido por la vulnerabilidad en la voz de Lucas. Nunca había sido bueno con las palabras, pero en ese momento, sintió que no necesitaba decir mucho. Se inclinó hacia él y, sin pensarlo demasiado, lo besó. Fue un beso lento, cargado de todo lo que habían estado conteniendo durante semanas.

Cuando se separaron, Lucas sonrió, con los ojos brillantes.

—Sabía que tus pies eran especiales, pero esto… esto es mucho mejor.


Un amor poco convencional

A partir de esa noche, Daniel y Lucas comenzaron a construir algo juntos. Su relación no era solo sobre su extraña fascinación mutua por los pies, aunque eso siempre sería parte de su historia. Era sobre la forma en que se hacían reír, en que se entendían con una sola mirada, en que podían pasar horas hablando o en silencio sin que nada se sintiera forzado.

La piscina seguía siendo su lugar favorito. Allí, bajo el agua, seguían jugando con sus pies, riendo como niños mientras exploraban esa conexión única que los había unido. A veces, Marcos los pillaba mirándose con demasiada intensidad y bromeaba, sin sospechar del todo cómo había comenzado todo.

Un día, mientras estaban tumbados en una hamaca junto a la piscina, Lucas trazó con un dedo el contorno del pie de Daniel, pensativo.

—¿Sabes? Nunca pensé que algo tan simple como unos pies podía hacerme sentir tanto.

Daniel sonrió, entrelazando sus dedos con los de Lucas.

—Y yo nunca pensé que encontraría a alguien que me entendiera así. Hasta el último dedo.

Rieron, y el sonido se mezcló con el murmullo del agua. Bajo el sol de Málaga, en esa piscina privada, habían encontrado algo más que un amor de verano. Habían encontrado un hogar en el otro, un lugar donde cada detalle, por pequeño que fuera, era suficiente para enamorarse una y otra vez.



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