24.5.25

MoStrAnDo











 

RelAtO. MareAS DE vEraNo 2ªparte.




El sol volvió a levantarse sobre Es Trenc, cubriendo la playa con un velo dorado. Leo apenas había dormido esa noche. Su mente giraba en torno a las conversaciones, las risas, los paseos con Adrián, y ese beso en el agua que parecía haber quedado suspendido en el aire. A las ocho ya estaba caminando descalzo por la orilla, buscando entre las sombrillas a su nuevo amigo.

Adrián apareció poco después, mochila al hombro, el pelo revuelto y una sonrisa que le iluminaba la cara. Traía pan fresco, frutas, y dos cafés humeantes.

—Buenos días, explorador de mares —saludó, tendiéndole uno.

Leo no pudo evitar sonreír mientras lo recibía.

Se instalaron bajo la misma sombrilla del día anterior. Las palabras fluyeron con la misma naturalidad, pero había algo distinto entre ellos. Las miradas se sostenían un segundo más, los silencios eran menos incómodos, y los roces —un brazo, una pierna que rozaba otra— se hacían cada vez más naturales.

Pasaron la mañana nadando, dejándose llevar por la corriente suave. Adrián buceaba hasta los pies de Leo, salía a su lado riendo, a veces lo sujetaba por la cintura como jugando a hundirlo, pero se quedaban más tiempo de lo necesario pegados. Leo empezaba a notar una corriente eléctrica en su cuerpo cada vez que Adrián lo tocaba, un cosquilleo nuevo, incontrolable.

Tras el baño, se tumbaron boca arriba en las toallas, el sol secándoles la piel salada.

—¿Sabes? —dijo Adrián, con voz tranquila—. Siempre pensé que las playas nudistas eran sobre libertad. Pero no me imaginé que acabaría encontrando a alguien como tú aquí.

Leo se giró hacia él, buscando sus ojos verdes bajo las pestañas cerradas.

—Yo tampoco esperaba nada de esto —dijo, en voz baja.

El silencio entre ellos era cómodo. Pero esta vez, Leo se atrevió a acortarlo. Giró su cuerpo hasta quedar de lado, apoyó una mano en el pecho de Adrián y dejó un beso suave en la comisura de sus labios. Adrián respondió enseguida, atrayéndolo hacia él.

El beso creció, primero tímido, luego más profundo, más hambriento. Sus cuerpos desnudos se acomodaban uno contra el otro como si lo hubieran hecho siempre. Leo sintió la piel caliente de Adrián, el latido rápido bajo su pecho, el temblor pequeño de sus manos sobre su espalda. Cuando Adrián lo abrazó con más fuerza, Leo supo que no había vuelta atrás.

—Vamos a caminar —susurró Adrián, apartándose apenas, con una sonrisa traviesa.

Caminaron entre las dunas, buscando un lugar más apartado. Detrás de un promontorio rocoso, encontraron un rincón solitario, protegido por matorrales y el rumor constante del mar. Allí se sentaron, las piernas entrelazadas, los cuerpos pegados, el corazón latiendo desbocado.

Explorar su sexualidad fue, para ambos, una mezcla de descubrimiento, torpeza y risa. Leo, que hasta ese momento apenas había tenido un par de experiencias apresuradas, se encontró sorprendido por la naturalidad con la que Adrián le guiaba: un beso detrás de la oreja, una caricia en la espalda, un susurro calmando los nervios.

—No tenemos prisa —murmuró Adrián, apoyando la frente en la de Leo—. Solo quiero estar contigo.

El resto del día se deslizó como un sueño. Hubo risas, caricias, confesiones entrecortadas, y un aprendizaje mutuo donde el deseo y la ternura se mezclaban. Cuando por fin descansaron, tumbados en la arena, cubiertos por sus toallas, Leo sintió algo nuevo: una sensación de pertenencia, de haber encontrado un lugar —o mejor dicho, una persona— donde podía ser él mismo sin máscaras.

Volvieron al agua al atardecer. Allí, sumergidos hasta la cintura, se abrazaron de nuevo. Esta vez no había juegos ni risas nerviosas, solo el vaivén del mar y dos cuerpos que aprendían a sincronizarse.

—No sé qué será esto —dijo Leo, con la voz entrecortada—. Pero quiero descubrirlo contigo.

Adrián lo besó despacio, como si sellara un pacto silencioso.

Esa noche, compartieron algo más que toallas y vino bajo las estrellas. Compartieron historias de infancia, miedos, sueños. Hicieron el amor sin expectativas, sin guiones. Fue torpe, dulce, imperfecto, y para Leo, absolutamente inolvidable. Por primera vez, entendió lo que era sentirse visto, deseado, querido.

Cuando despertaron al día siguiente, cubiertos de sal y sol, supieron que el verano estaba acabando, pero algo apenas había comenzado entre ellos.

—¿Y ahora qué? —preguntó Leo, con media sonrisa.

Adrián lo miró, pasándole un dedo por el pómulo, como dibujándolo.

—Ahora seguimos nadando —dijo, con esa sonrisa que Leo ya sabía que no iba a poder olvidar.

Y así lo hicieron: volvieron al agua, al sol, al descubrimiento. Porque al final, como Adrián había dicho, en el mar no eran estudiantes, ni turistas, ni hijos de nadie. Eran solo dos chicos flotando, encontrándose, inventando juntos un verano que quedaría para siempre en su piel.




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