Lucas y Mateo estaban recostados sobre un nido de cojines en el suelo, la alfombra bajo ellos acogiendo sus cuerpos como un abrazo. Habían pasado horas hablando, sus risas desvaneciéndose en un silencio que vibraba con algo más profundo, algo que ninguno se atrevía a nombrar.
Mateo, con su cabello oscuro desordenado y los ojos brillando como charcos bajo la luz tenue, estiró las piernas con un suspiro lánguido, dejando sus pies descalzos rozar la rodilla de Lucas. “Mis pies están matándome,” dijo, su voz baja, con un dejo de provocación que no pasó desapercibido.
Lucas lo miró, una sonrisa torcida asomando en sus labios. “Pobrecito,” respondió, su tono burlón pero cálido, mientras sus ojos recorrían la figura relajada de Mateo, deteniéndose en la curva de su tobillo.Sin decir palabra, Lucas tomó el pie de Mateo con una audacia que sorprendió a ambos.
Lo colocó en su regazo, sus dedos rozando la piel cálida con una lentitud deliberada.
“¿Qué haces?” murmuró Mateo, pero no había resistencia en su voz, solo una curiosidad cargada de expectación. Sus ojos se encontraron, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Lucas no respondió; en cambio, sus pulgares comenzaron a trazar círculos sensuales en la planta del pie, presionando con una mezcla de firmeza y delicadeza que arrancó un suspiro bajo de Mateo.La piel de Mateo era suave, con un calor que parecía pulsar bajo el toque de Lucas. Cada movimiento de sus manos era intencional, como si estuviera dibujando un mapa secreto. Presionó con más fuerza en el arco, y Mateo inclinó la cabeza hacia atrás, dejando que un gemido suave escapara de sus labios entreabiertos.
“Eso… es demasiado,” susurró, pero su tono era una invitación, no una queja. Lucas sintió un cosquilleo en el pecho, su respiración volviéndose más pesada mientras sus dedos exploraban, deslizándose desde el talón hasta los dedos con una lentitud que rozaba lo tortuoso.La habitación estaba ahora bañada en sombras, la vela proyectando un resplandor dorado que hacía que la piel de ambos pareciera brillar. Lucas inclinó la cabeza, su aliento cálido rozando el tobillo de Mateo mientras sus manos seguían su danza. Cada roce era una caricia disfrazada, un lenguaje sin palabras que hablaba de deseo contenido. Mateo, con los ojos entrecerrados, lo observaba, sus labios ligeramente separados, como si estuviera saboreando cada sensación.
“Eres demasiado bueno en esto,” dijo, su voz ronca, cargada de una intimidad que hizo que el pulso de Lucas se acelerara.Entonces, Mateo se movió, sentándose más cerca, su mano encontrando el brazo de Lucas.
“Mi turno,” dijo, con una chispa traviesa en la mirada. Tomó el pie de Lucas con una confianza que desarmó al otro, colocándolo en su regazo. Sus dedos, menos expertos pero igualmente cálidos, comenzaron a explorar, presionando con una mezcla de curiosidad y audacia. Lucas contuvo el aliento, sintiendo cómo cada roce enviaba una corriente eléctrica por su cuerpo. Los dedos de Mateo se deslizaban con una lentitud provocadora, deteniéndose en el arco, trazando líneas que parecían quemar la piel.El silencio entre ellos era denso, roto solo por el sonido de sus respiraciones, que se volvían más profundas, más sincronizadas. Las miradas se cruzaban, cargadas de una intensidad que no necesitaba palabras. Mateo inclinó la cabeza, sus labios rozando apenas la piel del tobillo de Lucas, un gesto fugaz pero cargado de intención. Lucas sintió un escalofrío recorrerlo, su mano instintivamente buscando la de Mateo, sus dedos entrelazándose en un agarre suave pero firme.“No sabía que esto podía sentirse así,” susurró Mateo, sus ojos fijos en los de Lucas, como si estuviera buscando una respuesta en ellos. Lucas tragó saliva, su voz atrapada en la garganta.
“Es… diferente,” logró decir, pero sus palabras eran torpes comparadas con la elocuencia de sus cuerpos. Las manos de Mateo seguían moviéndose, cada caricia un poco más audaz, un poco más cerca de cruzar una línea invisible.El tiempo se disolvió en la penumbra, sus manos explorando, sus respiraciones entrelazándose. No había prisa, solo la urgencia de estar cerca, de sentir. Cuando finalmente se detuvieron, sus manos descansaron una sobre la otra, sus cuerpos más cerca de lo que habían estado nunca. Mateo se inclinó, su frente rozando la de Lucas, sus alientos mezclándose en el espacio diminuto entre ellos.
“No quiero que esto termine,” murmuró, y Lucas, con el corazón latiendo desbocado, asintió.
En ese momento, en la penumbra dorada, no necesitaban más. El roce de sus pieles, la calidez de sus miradas, era un mundo entero, un universo que solo ellos entendían.
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