22.11.25

RelAto. eL aCCiDEntE




 La lluvia golpeaba con furia el parabrisas del coche de Joan aquella noche. Las luces de la ciudad se desdibujaban en un mosaico de colores difusos, mientras él conducía por la carretera desierta, con la mente atrapada en un torbellino de pensamientos. Había discutido con su jefe, había perdido un proyecto importante, y la soledad de su apartamento vacío lo aguardaba como un recordatorio cruel de que no tenía a nadie esperándolo. Nadie, salvo José.

El impacto fue brutal. Un camión, deslumbrado por la tormenta, invadió su carril. El chirrido de los neumáticos, el estruendo del metal retorciéndose y el cristal estallando llenaron el aire. Luego, oscuridad.Cuando Joan abrió los ojos, el mundo era un borrón de luces blancas y murmullos distantes. El olor a desinfectante lo envolvió, y el pitido constante de una máquina marcaba el ritmo de su corazón. Estaba vivo, pero apenas. Sus piernas, inmovilizadas por un yeso, parecían pertenecer a otro cuerpo. Su brazo derecho estaba entablillado, y un dolor sordo latía en cada rincón de su ser. La enfermera, una mujer de rostro cansado pero amable, le explicó que había tenido suerte. Fracturas múltiples, conmoción cerebral, pero nada irreversible.

Estaría semanas en el hospital.

—¿Hay alguien a quien podamos llamar? —preguntó la enfermera.

Joan, con la voz quebrada, murmuró un nombre: José.

José llegó al hospital en menos de una hora, con el cabello húmedo por la lluvia y la preocupación tallada en su rostro. Era un hombre de 35 años, de complexión atlética, con manos grandes y callosas que parecían hechas para arreglar cosas rotas. Sus ojos oscuros, siempre cálidos, ahora estaban nublados por el miedo. Había sido el mejor amigo de Joan desde la universidad, el único que había permanecido a su lado cuando la vida se volvió un desierto emocional tras la muerte de sus padres y la ruptura con su última pareja.

—Joder, Joan, me diste un susto de muerte —dijo José, acercándose a la cama. Su voz era grave, pero temblaba ligeramente.

Se sentó en la silla junto a la cama, y sus manos buscaron instintivamente las de Joan, apretándolas con cuidado para no lastimarlo.

Joan intentó sonreír, pero el dolor lo hizo estremecerse. —Lo siento, amigo. No planeaba esto.

—No hagas bromas, idiota —respondió José, aunque una chispa de alivio brilló en sus ojos. —No te vas a librar de mí tan fácil.

Esa noche, José no se movió de su lado. Durmió en la silla, con la cabeza apoyada en el borde de la cama, mientras la lluvia seguía golpeando las ventanas del hospital. Joan, a pesar del dolor, sintió algo cálido en el pecho al verlo allí. José siempre había sido su ancla, su refugio. Y ahora, más que nunca, lo necesitaba.

Los días en el hospital se convirtieron en una rutina difusa de médicos, medicamentos y pruebas. Joan, atrapado en su cuerpo roto, dependía de las enfermeras para todo: comer, moverse, asearse. Pero cada vez que podían, las enfermeras delegaban en José, quien se había convertido en una presencia constante. Joan no tenía familia, y José parecía haber asumido ese rol sin dudarlo. Lo alimentaba con paciencia, le leía mensajes del trabajo para mantenerlo al día, y hasta le hacía reír con historias absurdas de su día.

Pero el momento más íntimo, y el que Joan comenzó a esperar con una mezcla de nerviosismo y anhelo, era cuando José lo ayudaba a asearse. Las enfermeras le habían enseñado cómo hacerlo: con una esponja tibia, jabón suave y movimientos delicados para no lastimar la piel magullada de Joan. Al principio, Joan sintió vergüenza. Estar tan expuesto, tan vulnerable, lo hacía sentir pequeño. Pero José, con su calma y su presencia sólida, transformaba esos momentos en algo diferente, algo que rozaba lo sagrado.

La primera vez que José lo aseó, Joan estaba rígido, con la mirada fija en el techo. José preparó una palangana con agua tibia y jabón, y se acercó con una esponja en la mano.

—Voy a cuidar de ti, ¿vale? —dijo, su voz baja, casi un susurro. Joan asintió, incapaz de mirarlo a los ojos.

José comenzó por los brazos. La esponja, empapada y cálida, se deslizó por la piel de Joan con una suavidad que lo hizo estremecerse. Los dedos de José, firmes pero cuidadosos, sostenían el brazo inmovilizado mientras la esponja trazaba caminos lentos, limpiando el sudor y el cansancio acumulado. Cada movimiento era deliberado, como si José estuviera memorizando cada centímetro de la piel de su amigo. Joan cerró los ojos, y por un momento, el dolor pareció desvanecerse, reemplazado por una sensación cálida que subía desde su pecho hasta su rostro.

—Tranquilo —murmuró José, notando la tensión en el cuerpo de Joan. —Solo soy yo.

Esas palabras, tan simples, deshicieron un nudo en el corazón de Joan. No era solo la limpieza física; era la certeza de que José estaba allí, sin juzgarlo, sin pedir nada a cambio. La esponja se movió hacia su pecho, trazando círculos suaves sobre las costillas que asomaban bajo la piel. Joan sintió el calor del agua, el roce de la esponja, y algo más: el leve contacto de los dedos de José, que a veces rozaban su piel al ajustar la esponja. Cada toque era como una chispa, breve pero electrizante.

Cuando José llegó a su rostro, Joan finalmente lo miró. Los ojos de José estaban concentrados, pero había algo más en ellos, una ternura que Joan no había notado antes. La esponja pasó por su frente, sus mejillas, deteniéndose en la curva de su mandíbula. José sostuvo el rostro de Joan con una mano, mientras con la otra limpiaba con cuidado una pequeña herida cerca de su sien. Sus dedos eran cálidos, y Joan sintió el impulso de cerrar los ojos y dejarse llevar por esa sensación.

—¿Te duele? —preguntó José, su voz tan cerca que Joan pudo sentir su aliento.

—No —mintió Joan, porque el dolor físico era lo último en lo que pensaba.

Los días se convirtieron en semanas, y el ritual del aseo se volvió algo que ambos esperaban, aunque ninguno lo admitía en voz alta. Había una intimidad tácita en esos momentos, una danza de gestos cuidadosos y miradas que se sostenían un segundo más de lo necesario. José, siempre tan seguro de sí mismo, comenzó a mostrar pequeños signos de nerviosismo: un leve temblor en las manos, una pausa demasiado larga al limpiar la piel de Joan, un suspiro que escapaba sin querer.

Una tarde, mientras el sol se filtraba por las persianas y pintaba rayas doradas en la habitación, José estaba aseando las piernas de Joan. El yeso cubría gran parte de una pierna, pero la otra estaba expuesta, y José trabajaba con una concentración casi reverente. La esponja se deslizaba por el muslo, dejando un rastro de gotas que brillaban bajo la luz. Joan, apoyado en las almohadas, observaba a José en silencio. Había algo hipnótico en la forma en que sus manos se movían, en la tensión de sus hombros, en la manera en que su respiración parecía acompasarse con la de Joan.

—José —dijo Joan, rompiendo el silencio. Su voz era baja, casi frágil.

José levantó la mirada, y por un momento, sus ojos se encontraron. Había una pregunta no formulada en el aire, algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. José dejó la esponja en la palangana y se acercó más, apoyando una mano en el borde de la cama. Sus dedos rozaron el brazo de Joan, y esta vez, no fue accidental.

—¿Qué pasa? —preguntó José, pero su voz tenía un matiz diferente, más grave, más cargado.

Joan tragó saliva. No sabía cómo expresar lo que sentía: gratitud, vulnerabilidad, y algo más profundo, algo que lo asustaba y lo atraía al mismo tiempo. —Solo… gracias. Por estar aquí. Por todo.

José sonrió, pero no fue su sonrisa habitual, esa que usaba para quitarle hierro a las cosas. Fue una sonrisa suave, casi vulnerable.

—No tienes que agradecerme, Joan. Eres… —Se detuvo, como si las palabras fueran demasiado pesadas. —Eres importante para mí.

El silencio que siguió fue denso, cargado de posibilidades. Joan sintió el impulso de alargar la mano, de tocar a José, de romper la barrera invisible que siempre había estado entre ellos. Pero su cuerpo, traicionado por las heridas, no se lo permitió. En cambio, fue José quien dio el paso. Con una lentitud que parecía contener el peso del mundo, se inclinó y apoyó su frente contra la de Joan. Sus respiraciones se mezclaron, cálidas y rápidas, y por un instante, el hospital, el dolor, el mundo entero desaparecieron.

—No sabes cuánto me alegra que estés bien —susurró José, y sus labios rozaron, apenas, la piel de Joan, cerca de la comisura de su boca. No fue un beso, pero fue lo bastante cercano como para encender algo en el pecho de Joan.

—José… —empezó Joan, pero no supo cómo continuar. Su corazón latía con fuerza, y el calor en su rostro no tenía nada que ver con la fiebre.

José se apartó ligeramente, sus ojos buscando los de Joan.

—Descansa —dijo, con una voz que temblaba de emoción contenida. —Voy a estar aquí.

Con el tiempo, Joan comenzó a mejorar. Las fracturas sanaban, las heridas cerraban, pero la conexión entre él y José se había transformado. Los momentos de aseo seguían siendo íntimos, pero ahora estaban cargados de una tensión nueva, de una corriente que ambos sentían pero no nombraban. José seguía siendo cuidadoso, pero sus toques eran más lentos, más deliberados. A veces, sus dedos se demoraban en la piel de Joan, trazando líneas invisibles que hacían que Joan cerrara los ojos y respirara más profundo.

Una noche, cuando Joan ya podía moverse un poco más, José lo ayudó a sentarse en una silla para ducharlo con más comodidad. El agua tibia caía en cascada sobre la piel de Joan, y José, de pie a su lado, sostenía la regadera con una mano mientras con la otra enjabonaba su espalda. La habitación estaba llena de vapor, y el aire olía a jabón y a algo más, algo que era solo de ellos.

Joan, con la cabeza inclinada hacia adelante, sintió las manos de José deslizarse por su espalda, masajeando suavemente los músculos tensos. Cada roce era una caricia disfrazada, y Joan no pudo evitar soltar un suspiro. José se detuvo, y por un momento, el único sonido fue el goteo del agua.

—¿Estás bien? —preguntó José, su voz baja, casi un murmullo.

Joan giró la cabeza, encontrándose con los ojos de José. Estaban tan cerca que podía ver las gotas de agua atrapadas en sus pestañas.

—Nunca he estado mejor —respondió, y esta vez, fue él quien alargó la mano, rozando los dedos de José con los suyos.

El contacto fue eléctrico. José dejó la regadera a un lado, y sus manos encontraron los hombros de Joan, húmedos y cálidos. Se miraron en silencio, y entonces, como si el mundo hubiera estado esperando ese momento, José se inclinó y lo besó. Fue un beso lento, cuidadoso, pero cargado de todo lo que habían guardado durante semanas, quizás años. Joan respondió con la poca fuerza que tenía, aferrándose a José como si fuera lo único que lo mantenía en pie.Cuando se separaron, ambos estaban sin aliento. José apoyó su frente contra la de Joan, y una risa suave escapó de sus labios.

—¿Sabes cuánto tiempo he querido hacer eso? —confesó.

Joan sonrió, su corazón latiendo con una fuerza que no había sentido en mucho tiempo.

—Creo que yo también.

El accidente había roto el cuerpo de Joan, pero había construido algo nuevo entre él y José. Mientras las semanas pasaban y Joan se recuperaba, su relación se profundizó, tejida con momentos de cuidado, risas compartidas y una intimidad que iba más allá de lo físico. José seguía siendo su ancla, pero ahora también era su hogar. Y aunque el camino hacia la recuperación era largo, Joan sabía que no lo recorrería solo.




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