Vive y Deja vivir
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8.9.25
7.9.25
ReLaTo. "Mareas Inesperadas" parte 4
6.9.25
ReLaTo. "Mareas Inesperadas" parte 3
La decisión no llegó de golpe.
No hubo una revelación cinematográfica, ni una conversación dramática frente a todos. Lo que hubo fue una acumulación de momentos pequeños, como gotas cayendo sobre la piedra del miedo, hasta que se abrió una grieta por donde entró la luz.
Fue Leo quien lo dijo primero.
—No quiero seguir fingiendo que somos "solo amigos" —le confesó una tarde, mientras estudiaban en casa de Julián—. Me cansa tener que frenar el impulso de tocarte, de mirarte como quiero mirarte. Me cansa mentir.
Julián bajó la mirada. Sabía que Leo tenía razón. Él también estaba cansado. Pero aún había algo que lo ataba: el “qué dirán”, las miradas que pesan, las palabras que cortan.
—¿Y si todo cambia? —preguntó—. ¿Si se alejan de nosotros? ¿Si nos odian?
Leo no respondió de inmediato. Cerró el cuaderno de apuntes y tomó aire.
—Entonces cambiamos con eso. Pero prefiero vivir mi verdad con vos, aunque duela, que seguir escondiéndonos y que se pudra desde adentro.
Esas palabras se clavaron hondo. Julián no respondió, pero esa noche apenas durmió. Dio vueltas en la cama, repasando cada gesto de los últimos meses. El mar, la primera vez. La fogata. Las risas. Las dudas. Los besos secretos. La mano temblorosa que alguna vez sostuvo la suya en la oscuridad de una sala de cine.
Y al final, algo cambió.
Fue un lunes.
Julián llegó al colegio con el estómago revuelto y los ojos firmes. En el recreo, Leo estaba con sus amigos, riendo, como siempre. Julián se acercó. Lo dudó por un segundo. Luego, sin más, le tomó la mano frente a todos.
El silencio que siguió fue como un relámpago en mitad de un cielo despejado.
Los amigos de Leo dejaron de reír. Algunos abrieron los ojos con sorpresa. Otros simplemente miraron hacia otro lado, como si no supieran qué hacer con lo que veían.
Leo apretó suavemente su mano y sonrió.
—Hola —le dijo, como si nada.
—Hola —respondió Julián, sintiendo cómo el corazón se le desbordaba.
Uno de los chicos soltó una carcajada nerviosa. Otro murmuró algo por lo bajo. Pero nadie dijo nada directamente.
No hizo falta. Lo sabían.
Ellos también.
Las primeras reacciones llegaron rápido.
Algunos se mostraron indiferentes. Otros, con ese tono falso de aceptación que esconde una burla. Una chica de su clase se les acercó para decirles que "eran valientes", como si se tratara de un acto de guerra. Un grupo del curso superior los señaló por los pasillos un par de veces, susurrando cosas apenas disimuladas.
Pero también hubo gestos inesperados.
Como Valentina, que se sentó con ellos al día siguiente y les dijo, sin rodeos:
—Si alguien les dice algo, me avisan. Tengo cero paciencia para imbéciles.
O el profesor de historia, que al notar cierto murmullo en clase, desvió el tema para hablar sobre diversidad, respeto y el valor de ser auténtico.
Aun así, no todo fue fácil.
Una tarde, mientras salían del colegio, un chico se cruzó frente a ellos y dijo:
—Mirá qué maricones. ¿Se creen especiales?
Leo dio un paso hacia adelante, pero Julián lo sostuvo del brazo.
—No vale la pena.
—¿Y qué? ¿Nos vamos a quedar callados siempre?
—No. Pero no hoy.
Leo apretó los puños, frustrado. Pero al final lo entendió.
Había batallas que no se ganaban con gritos. A veces, resistir con la cabeza en alto era más poderoso que responder.
Una noche, Julián decidió hablar con sus padres.
No fue heroico. No fue limpio.
Le temblaban las manos. Tuvo que repetir las palabras tres veces hasta que salieron.
—Estoy con alguien —dijo primero.
—¿Una chica? —preguntó su madre, con una sonrisa nerviosa.
Julián negó con la cabeza.
—No. Con un chico. Con Leo.
El silencio fue denso. Su madre se quedó quieta, como si no supiera cómo reaccionar. Su padre frunció el ceño. Por un momento, temió que no dijeran nada. Que lo negaran. Que lo miraran distinto.
—¿Estás seguro? —fue lo único que preguntó su padre, finalmente.
—Sí —respondió Julián, firme esta vez—. Y no espero que lo entiendan todo ahora. Solo quiero que lo respeten.
Su madre lo abrazó. No dijo mucho. Solo un apretón largo, tibio, lleno de cosas que aún no podía poner en palabras.
Su padre se quedó sentado en silencio, mirando la mesa.
Pero al día siguiente, lo saludó como siempre. Sin rechazos. Sin abrazos. Solo un café servido con normalidad.
Y Julián entendió que, para ellos, también sería un proceso.
Un sábado, Leo lo llevó al mismo lugar donde se habían besado por primera vez, frente al mar.
El agua estaba más agitada esa vez, pero el aire tenía el mismo olor a libertad.
—¿Te acordás? —le preguntó Leo.
—Nunca me voy a olvidar.
Se sentaron en la arena, viendo cómo las olas rompían contra la orilla.
—¿Seguís teniendo miedo? —preguntó Leo, después de un rato.
—Sí —dijo Julián—. Pero ya no dejo que me frene.
Leo sonrió, y apoyó la cabeza en su hombro.
—Yo también tenía miedo. No lo decía, pero estaba ahí. Pensaba que en cuanto mostráramos lo que éramos, todo se iba a romper. Que nos íbamos a quedar solos.
—¿Y ahora?
—Ahora sé que no estamos solos. Estamos juntos. Y eso me alcanza.
Julián lo abrazó, mirando el horizonte.
Porque al final, eso era el amor.
No la ausencia de miedo.
Sino la elección de enfrentarlo con alguien al lado.
Y si el mundo decidía cambiar con ellos, bien. Y si no, también.
Porque lo que habían construido ya no era un secreto. Era un lugar. Un espacio compartido. Un hogar sin paredes, hecho de gestos, miradas, y mareas que los habían traído hasta ahí.
Y bajo ese cielo abierto, entre olas que rompían sin pedir permiso, se supieron invencibles.
Juntos.
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