7.9.25

ReLaTo. "Mareas Inesperadas" parte 4



El último año de secundaria tenía un sabor agridulce.

Todo parecía acelerado: los exámenes, los trabajos finales, las despedidas que empezaban a asomarse incluso antes de que el curso terminara. El edificio del colegio, que durante años había sido un refugio y a veces una cárcel, empezaba a volverse un lugar extraño. Algo que ya no les pertenecía.

Julián y Leo seguían juntos.

Habían pasado por momentos difíciles —pequeñas discusiones, diferencias, días en los que el peso del mundo se metía entre ellos—, pero también habían crecido. Ya no se escondían. Sus compañeros, sus profesores, incluso sus familias, habían terminado aceptando (o al menos tolerando) lo que al principio parecía incomprensible.

Ya no eran los chicos que se besaron sin querer en el mar.

Ahora eran dos personas que se elegían, cada día, a pesar del vértigo que venía con el crecimiento.


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—¿Ya sabés qué vas a hacer el año que viene? —preguntó Leo una tarde, mientras caminaban de la mano por el parque, comiéndose un helado.

Julián se encogió de hombros.

—Estoy entre arquitectura y diseño gráfico. Me gusta lo creativo, pero también lo estructurado.

—Sos muy vos —se rió Leo—. Yo todavía no tengo idea.

—¿No habías dicho que querías estudiar música?

Leo hizo una mueca.

—Sí… pero a mis viejos no les encanta la idea. Me tiran más por algo "realista", tipo marketing, o administración.

—¿Y vos qué querés?

—Yo quiero seguir soñando —dijo Leo—. Pero a veces siento que si me tiro a la pileta, no va a haber agua.

Julián lo miró con ternura.

—Capaz no hay agua. Pero voy a estar ahí, esperándote abajo.

Leo lo besó suavemente, con el sol bajando detrás y el helado derritiéndose en sus manos.


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En los meses siguientes, las decisiones comenzaron a concretarse. Las inscripciones a universidades, los exámenes de ingreso, las becas.

Julián consiguió entrar a una facultad en la ciudad. Leo, después de pensarlo mucho y discutirlo aún más con su familia, decidió aplicar a una escuela de música en otra provincia.

Cuando recibió la noticia de que había sido aceptado, lloró. No solo por la felicidad, sino por el miedo.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó a Julián, esa misma noche.

Estaban tirados en el pasto, bajo las estrellas, como tantas veces antes.

—No sé —respondió Julián, sincero—. Pero no quiero que dejes de hacer lo que amás por mí.

—Y yo no quiero perderte.

Julián guardó silencio unos segundos. Luego se sentó, lo miró a los ojos y dijo:

—Si esto que tenemos es real, va a resistir. Aunque estemos lejos. Aunque duela. Te juro que vamos a encontrar la forma.

Leo lo abrazó, y por primera vez en mucho tiempo, no se sintió solo en su miedo.


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La despedida fue inevitable.

Un día, Leo se subió a un colectivo con dos valijas, una guitarra y los ojos rojos. Julián lo abrazó fuerte en la terminal, sin poder decir demasiado.

—¿Me vas a esperar? —preguntó Leo, antes de subir.

—No tengo dudas —respondió Julián—. Pero no hace falta esperar si seguimos caminando juntos, aunque sea a la distancia.

Y con un último beso, se fue.


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Los meses separados fueron extraños. Al principio, todo era emoción: videollamadas largas, mensajes constantes, fotos, canciones compartidas por audio.

Pero con el tiempo, la rutina empezó a pesar. La distancia no solo era física; también emocional. Había días en que uno tenía ganas de hablar y el otro no. O días en los que no tenían nada nuevo para contarse. A veces, el silencio se alargaba más de lo esperado.

Un día, en medio de una conversación que empezó como cualquier otra, Leo dijo:

—¿Vos sentís que esto se está apagando?

Julián tragó saliva.

—No… pero sí siento que estamos en pausa. Como si no estuviéramos viviendo lo mismo.

—Porque no lo estamos.

—Lo sé.

Hubo un silencio largo. Luego Julián preguntó, con un hilo de voz:

—¿Querés terminar?

—No quiero —respondió Leo, rápidamente—. Pero tampoco quiero forzar algo que nos está doliendo más que haciendo bien.

Julián asintió.

—Entonces no lo forcemos. Démosle un respiro. No como un final. Como un… silencio necesario.

Leo no lloró. Julián tampoco. Pero colgar la llamada fue como cerrar una puerta que no sabían si volverían a abrir.


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Pasaron tres meses sin hablar.

Tres meses de canciones no compartidas, de fotos que no se enviaron, de sueños que empezaron a construirse en solitario.

Hasta que un día, en diciembre, Julián recibió un mensaje corto:

"Voy a estar en la ciudad este fin de semana. ¿Podemos vernos?"

Su corazón dio un vuelco.

Respondió: "Sí. Decime dónde y a qué hora."


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Se encontraron en la misma playa donde se habían besado por accidente, aquella primera vez.

Leo bajó del colectivo con la guitarra colgada al hombro, más flaco, el pelo un poco más largo, y los ojos brillando con algo nuevo.

—Hola —dijo.

—Hola —respondió Julián.

Por unos segundos no dijeron nada más. Solo se miraron.

—Te extrañé —dijo Leo, al fin.

—Yo también. Mucho.

—¿Cómo estás?

—Distinto. Creciendo. ¿Y vos?

—Igual. Cambié. Pero hay algo que no cambió.

Julián lo miró. Leo sacó la guitarra, se sentó en la arena, y tocó una melodía suave, nueva.

—La escribí pensando en vos —dijo—. Pero no quise mandártela. Quería mostrártela en persona.

Y mientras el sol se escondía, Julián escuchó. Sintió. Recordó.

El mar seguía siendo el mismo.

Pero ellos no.

Y sin embargo, algo en esa música los unía como al principio.

Cuando Leo terminó de tocar, Julián se acercó.

—No sé qué somos ahora. No sé si esto es un nuevo comienzo o un reencuentro de despedida. Pero me alegra que estés acá.

—Yo sí sé lo que quiero —dijo Leo—. Quiero empezar de nuevo. Sin prisa. Sin presión. Pero con vos.

Y esta vez, el beso no fue un accidente.

Fue una elección.

Una promesa sin palabras, sellada por las olas que iban y venían como la vida misma: impredecibles, a veces dolorosas, pero también capaces de devolver lo que parecía perdido.

pOLLas y mAs pOLLas











 

6.9.25

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ReLaTo. "Mareas Inesperadas" parte 3



La decisión no llegó de golpe.


No hubo una revelación cinematográfica, ni una conversación dramática frente a todos. Lo que hubo fue una acumulación de momentos pequeños, como gotas cayendo sobre la piedra del miedo, hasta que se abrió una grieta por donde entró la luz.


Fue Leo quien lo dijo primero.


—No quiero seguir fingiendo que somos "solo amigos" —le confesó una tarde, mientras estudiaban en casa de Julián—. Me cansa tener que frenar el impulso de tocarte, de mirarte como quiero mirarte. Me cansa mentir.


Julián bajó la mirada. Sabía que Leo tenía razón. Él también estaba cansado. Pero aún había algo que lo ataba: el “qué dirán”, las miradas que pesan, las palabras que cortan.


—¿Y si todo cambia? —preguntó—. ¿Si se alejan de nosotros? ¿Si nos odian?


Leo no respondió de inmediato. Cerró el cuaderno de apuntes y tomó aire.


—Entonces cambiamos con eso. Pero prefiero vivir mi verdad con vos, aunque duela, que seguir escondiéndonos y que se pudra desde adentro.


Esas palabras se clavaron hondo. Julián no respondió, pero esa noche apenas durmió. Dio vueltas en la cama, repasando cada gesto de los últimos meses. El mar, la primera vez. La fogata. Las risas. Las dudas. Los besos secretos. La mano temblorosa que alguna vez sostuvo la suya en la oscuridad de una sala de cine.


Y al final, algo cambió.


Fue un lunes.


Julián llegó al colegio con el estómago revuelto y los ojos firmes. En el recreo, Leo estaba con sus amigos, riendo, como siempre. Julián se acercó. Lo dudó por un segundo. Luego, sin más, le tomó la mano frente a todos.


El silencio que siguió fue como un relámpago en mitad de un cielo despejado.


Los amigos de Leo dejaron de reír. Algunos abrieron los ojos con sorpresa. Otros simplemente miraron hacia otro lado, como si no supieran qué hacer con lo que veían.


Leo apretó suavemente su mano y sonrió.


—Hola —le dijo, como si nada.


—Hola —respondió Julián, sintiendo cómo el corazón se le desbordaba.


Uno de los chicos soltó una carcajada nerviosa. Otro murmuró algo por lo bajo. Pero nadie dijo nada directamente.


No hizo falta. Lo sabían.


Ellos también.


Las primeras reacciones llegaron rápido.


Algunos se mostraron indiferentes. Otros, con ese tono falso de aceptación que esconde una burla. Una chica de su clase se les acercó para decirles que "eran valientes", como si se tratara de un acto de guerra. Un grupo del curso superior los señaló por los pasillos un par de veces, susurrando cosas apenas disimuladas.


Pero también hubo gestos inesperados.


Como Valentina, que se sentó con ellos al día siguiente y les dijo, sin rodeos:


—Si alguien les dice algo, me avisan. Tengo cero paciencia para imbéciles.


O el profesor de historia, que al notar cierto murmullo en clase, desvió el tema para hablar sobre diversidad, respeto y el valor de ser auténtico.


Aun así, no todo fue fácil.


Una tarde, mientras salían del colegio, un chico se cruzó frente a ellos y dijo:


—Mirá qué maricones. ¿Se creen especiales?


Leo dio un paso hacia adelante, pero Julián lo sostuvo del brazo.


—No vale la pena.


—¿Y qué? ¿Nos vamos a quedar callados siempre?


—No. Pero no hoy.


Leo apretó los puños, frustrado. Pero al final lo entendió.


Había batallas que no se ganaban con gritos. A veces, resistir con la cabeza en alto era más poderoso que responder.


Una noche, Julián decidió hablar con sus padres.


No fue heroico. No fue limpio.


Le temblaban las manos. Tuvo que repetir las palabras tres veces hasta que salieron.


—Estoy con alguien —dijo primero.


—¿Una chica? —preguntó su madre, con una sonrisa nerviosa.


Julián negó con la cabeza.


—No. Con un chico. Con Leo.


El silencio fue denso. Su madre se quedó quieta, como si no supiera cómo reaccionar. Su padre frunció el ceño. Por un momento, temió que no dijeran nada. Que lo negaran. Que lo miraran distinto.


—¿Estás seguro? —fue lo único que preguntó su padre, finalmente.


—Sí —respondió Julián, firme esta vez—. Y no espero que lo entiendan todo ahora. Solo quiero que lo respeten.


Su madre lo abrazó. No dijo mucho. Solo un apretón largo, tibio, lleno de cosas que aún no podía poner en palabras.


Su padre se quedó sentado en silencio, mirando la mesa.


Pero al día siguiente, lo saludó como siempre. Sin rechazos. Sin abrazos. Solo un café servido con normalidad.


Y Julián entendió que, para ellos, también sería un proceso.


Un sábado, Leo lo llevó al mismo lugar donde se habían besado por primera vez, frente al mar.


El agua estaba más agitada esa vez, pero el aire tenía el mismo olor a libertad.


—¿Te acordás? —le preguntó Leo.


—Nunca me voy a olvidar.


Se sentaron en la arena, viendo cómo las olas rompían contra la orilla.


—¿Seguís teniendo miedo? —preguntó Leo, después de un rato.


—Sí —dijo Julián—. Pero ya no dejo que me frene.


Leo sonrió, y apoyó la cabeza en su hombro.


—Yo también tenía miedo. No lo decía, pero estaba ahí. Pensaba que en cuanto mostráramos lo que éramos, todo se iba a romper. Que nos íbamos a quedar solos.


—¿Y ahora?


—Ahora sé que no estamos solos. Estamos juntos. Y eso me alcanza.


Julián lo abrazó, mirando el horizonte.


Porque al final, eso era el amor.


No la ausencia de miedo.


Sino la elección de enfrentarlo con alguien al lado.


Y si el mundo decidía cambiar con ellos, bien. Y si no, también.


Porque lo que habían construido ya no era un secreto. Era un lugar. Un espacio compartido. Un hogar sin paredes, hecho de gestos, miradas, y mareas que los habían traído hasta ahí.


Y bajo ese cielo abierto, entre olas que rompían sin pedir permiso, se supieron invencibles.


Juntos.


SoBACos











 

MosTrAnDo¡¡¡¡¡¡¡