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31.8.25
30.8.25
ReLaTo. "Mareas Inesperadas" parte 2
Al día siguiente, todo parecía igual… pero nada lo era.
El sol volvió a salir, los chicos corrieron a la playa, los profesores dieron instrucciones, y las olas rompieron en la orilla como siempre. Pero Julián sentía que algo en su mundo había girado levemente, como cuando uno cambia de rumbo sin notarlo, y de pronto descubre un paisaje distinto.
Leo no lo evitó. Al contrario. Le sonrió en el desayuno, se sentó junto a él en el autobús que los llevó a una excursión, y le ofreció la mitad de su sándwich con total naturalidad.
Julián, sin embargo, estaba inquieto.
No por Leo. No por lo que sentía, que cada vez se volvía más claro. Sino por el mundo alrededor. El resto del grupo. La mirada de los demás. El miedo que empezaba a formar una costra en su pecho.
—¿Estás bien? —preguntó Leo en voz baja, mientras estaban sentados en una piedra frente a unas dunas.
Julián dudó. No quería arruinarlo.
—Sí. Solo estoy... pensando demasiado, creo.
Leo asintió, como si lo entendiera a la perfección.
—Yo también. Es raro, ¿no? Sentir que todo sigue igual pero vos... no.
Julián lo miró.
—¿No te da miedo?
—Claro que sí —respondió Leo, sin dudar—. Pero también me da más miedo hacer como si no me importaras.
Esa frase se quedó suspendida entre ellos, como una hoja flotando en el aire.
Leo no intentó besarlo. No presionó. Solo le rozó la mano con los dedos y se quedó ahí, acompañándolo en su silencio.
El regreso a la ciudad fue como despertar de un sueño. Los días de playa quedaron atrás, y con ellos la libertad del anonimato. En la escuela, las rutinas volvieron a imponerse: tareas, horarios, pasillos llenos de voces. Pero algo había cambiado entre ellos.
No eran novios. Tampoco eran solo amigos.
Eran algo en construcción. Algo frágil. Y eso los hacía ser discretos, casi invisibles.
Se mandaban mensajes al final del día. Compartían miradas cómplices en clase. Se rozaban los dedos cuando nadie miraba.
Pero había momentos en los que Julián sentía que todo podía desmoronarse con solo una palabra dicha en voz alta.
Una tarde, al salir del colegio, caminaban juntos por una calle tranquila. Leo pateaba piedritas y hablaba de una banda que le gustaba. Julián lo escuchaba, pero no del todo. Su cabeza estaba en otra parte.
—¿Te pasa algo? —preguntó Leo, deteniéndose.
—No —respondió Julián, rápido. Demasiado rápido.
Leo lo miró con esa calma suya que a veces lo desconcertaba.
—¿No querés que estemos juntos?
Julián lo miró, como si la pregunta le hubiera dolido.
—Sí quiero. Mucho. Pero… tengo miedo de que se enteren. Que empiecen los chismes. Las risas. Las burlas.
Leo asintió lentamente.
—Entiendo. Pero no quiero esconderme siempre.
—Yo tampoco —admitió Julián—. Solo necesito tiempo.
Leo lo pensó unos segundos. Luego se acercó, lo abrazó y le susurró al oído:
—Entonces te espero. Pero mientras tanto, no dejes de mirarme como me miraste en el mar.
Las semanas pasaron. Y poco a poco, sin grandes anuncios ni gestos públicos, algo se fue afianzando entre ellos.
No todos los días eran fáciles. A veces Julián se ponía frío, se alejaba, se encerraba en sus miedos. Y Leo, aunque lo entendía, también se cansaba de esperar en la sombra.
Pero también estaban los momentos luminosos.
Como cuando Julián le escribió una nota en la contratapa de un libro de clase: “No sé qué somos, pero me gusta lo que siento cuando estoy con vos.”
O cuando Leo se coló en su ensayo de teatro escolar solo para esperarlo con una botella de gaseosa y galletitas en la salida.
O el día que llovía y se refugiaron bajo un árbol, empapados, y Julián lo besó sin importar quién pudiera pasar.
Porque había aprendido algo en todo ese proceso: el miedo no desaparece. Solo aprende a convivir con el amor.
Un viernes, después de clase, Leo lo invitó a caminar por la costanera. Era uno de esos días donde el cielo se tiñe de rosa y todo parece más fácil.
Se sentaron en el mismo muro donde alguna vez, de más chicos, habían jugado con barquitos de papel. Ahora, sin decirlo, los dos sabían que ya no eran los mismos.
—¿Vos creés que esto es amor? —preguntó Julián, sin mirar a Leo, como si la pregunta le diera vergüenza.
Leo no contestó enseguida. Tomó una piedra y la lanzó al agua.
—No lo sé —dijo finalmente—. Pero sé que no quiero dejar de sentirlo. Y que si no es amor, es algo muy parecido.
Julián sonrió, mirando el reflejo del cielo en el agua.
—Yo tampoco quiero dejar de sentirlo.
Leo lo miró.
—Entonces no lo soltemos.
Y se tomaron de la mano. Esta vez, sin miedo. Sin ocultarlo. Solo ellos, y el mundo, y ese instante.
Porque el amor, como el mar, a veces empieza con una ola inesperada. Pero lo que importa no es cómo empieza, sino cómo elegimos quedarnos, incluso cuando la marea cambia.
Y Julián lo sabía ahora.
No se trataba de esconder lo que sentía. Se trataba de vivirlo, paso a paso, ola a ola.
Y en ese momento, con el corazón latiendo tranquilo y firme junto al de Leo, supo que lo haría.