Era un día de agosto, y el sol golpeaba sin piedad sobre la arena blanca de la playa de Es Trenc, en Mallorca. Entre dunas, pinos y un rumor constante de olas, la playa nudista se extendía como un refugio de libertad. Allí, lejos de las miradas juzgonas, cuerpos de todas las formas y edades compartían el mar, el sol y el viento.
Leo llegó temprano, mochila al hombro, toalla al cuello y una mezcla de nerviosismo y expectación. Era su primer día en una playa nudista. Tenía 23 años y una sensación persistente de no haber vivido aún nada que pudiera recordar como inolvidable. Cuando extendió la toalla cerca de las dunas, miró alrededor: parejas mayores, grupos de amigos, algunas familias, y a unos metros, un chico de su edad que parecía igual de solo. Alto, piel tostada, cabello oscuro revuelto, leyendo un libro bajo la sombrilla. Leo fingió interesarse por el mar, pero sus ojos volvían una y otra vez al chico.
El destino, o quizá el viento juguetón, decidió intervenir. Un golpe de brisa lanzó el sombrero de paja del desconocido justo a los pies de Leo. Lo recogió torpemente y caminó hacia él.
—Eh… creo que esto es tuyo —dijo Leo, levantando el sombrero con una sonrisa tímida.
El chico levantó la vista. Tenía unos ojos verdes sorprendentes, casi como el mar.
—Gracias, macho, pensé que ya iba a tener que perseguirlo hasta Ibiza —rió.
Así comenzó. El chico se presentó como Adrián. Tenía 25 años, madrileño, viajero empedernido y estudiante de arquitectura. Leo se sentó a su lado, primero con cierta rigidez, hasta que el tono relajado de Adrián fue desarmándolo. Hablaron del mar, de las estrellas que la noche anterior habían cubierto el cielo, de música, películas y viajes. Leo descubrió que Adrián era el tipo de persona que parecía haber vivido varias vidas en una: había hecho voluntariado en Marruecos, mochileado por Sudamérica, trabajado de camarero en Berlín, y ahora planeaba irse unos meses a Lisboa.
—¿Y tú? —preguntó Adrián, estirándose bajo el sol—. ¿Qué historia traes?
Leo dudó. No sabía muy bien qué historia contar. Tenía una vida normal, estudiante de ingeniería, una familia pequeña, unos cuantos amigos, pocos viajes, muchos sueños. Lo dijo sin adornos, y Adrián sonrió como si eso fuera exactamente lo que quería escuchar.
—Me gusta —dijo Adrián—. Eres como un lienzo en blanco.
Pasaron horas tumbados, compartiendo historias. Cuando el sol empezó a arder menos, Adrián propuso:
—¿Te apetece un paseo? Esta playa es interminable.
Y lo era. Caminaron durante una hora, chapoteando por la orilla, salpicándose como niños, esquivando gaviotas, dejando que el agua les lamiera los pies. Hablaron de primeras veces: primer beso, primer amor, primeras derrotas. Leo, a medida que caminaban, sentía cómo las palabras salían con una facilidad que lo sorprendía. Adrián escuchaba con atención, hacía preguntas, se reía con una franqueza luminosa.
Cuando el calor bajó un poco más, se lanzaron al agua. Adrián nadaba como un pez, zambulléndose, jugando a bucear alrededor de Leo, que intentaba seguirle entre risas. A veces, cuando salía a la superficie, Leo lo veía mirarlo de una forma que le hacía arder el pecho, una mezcla de diversión, interés y algo más indefinible.
El mar estaba en calma, y nadaron hasta donde apenas hacían pie. Allí flotaron, espalda contra espalda, mirando al cielo que comenzaba a teñirse de naranja.
—¿Sabes qué es lo mejor del agua? —dijo Adrián, girándose hacia él—. Que borra casi todo lo que traemos de fuera. Aquí, no somos estudiantes, ni trabajadores, ni hermanos, ni hijos. Solo somos dos tipos flotando.
Leo sonrió. No sabía si era el mar, el vino que habían compartido en la toalla, el sol, o Adrián. Pero por primera vez en mucho tiempo, se sentía ligero.
El momento llegó casi sin aviso. Estaban flotando uno frente al otro, riendo por alguna broma tonta, cuando Adrián dejó de reír. Se acercó un poco, rozó con la mano el brazo de Leo.
—¿Te puedo besar? —preguntó, apenas un murmullo.
Leo asintió. El primer roce fue suave, un tanteo. Luego vinieron las risas, las manos enredándose bajo el agua, los besos cada vez más seguros, más urgentes, más llenos de una alegría sencilla. El mar los mecía, indiferente testigo de aquel pequeño naufragio en el que ambos querían quedarse a la deriva.
Cuando salieron del agua, ya caía la tarde. Caminaron de regreso envueltos en toallas, compartiendo un silencio cómodo. En la toalla de Adrián, abrieron otra botella de vino y comieron un poco de queso que él había traído. El cielo se llenaba de estrellas, y el murmullo del mar se volvía un susurro grave.
Leo pensó que no quería que ese día terminara. Se lo dijo a Adrián, torpemente, entre frases que buscaban aligerar lo intenso de su confesión. Pero Adrián no se rió. Lo miró, puso una mano en su nuca y le dijo:
—Entonces, quedémonos un rato más.
Y lo hicieron. Se tumbaron boca arriba, mirando estrellas, señalando constelaciones, inventando historias. Cuando el fresco de la noche los hizo estremecer, Adrián se puso en pie.
—¿Mañana? —preguntó.
—Mañana —respondió Leo.
Y se despidieron con un beso breve, medio en broma, medio en serio, bajo el cielo abierto.
Esa noche, Leo caminó hasta su hostal sintiendo que algo en él había cambiado. Que a veces basta un día, un encuentro inesperado, para abrir una puerta que ni siquiera sabías que existía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario